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LA SELVA AMAZÓNICA*

La Amazonia que conocemos, al igual que las otras selvas húmedas tropicales, es el producto de siglos de evolución de la biosfera terrestre en su íntima relación con el proceso térmico solar, determinante de las condiciones ambientales de los planetas que conforman el Sistema Solar. Las fronteras tropicales ( Trópico de Cáncer y Trópico de Capricornio), a medida que la estrella madre se marchita, por reducción de la permanente fusión nuclear realizada, segundo a segundo, durante millones de siglos, se han ido cerrando a lo largo del círculo ecuatorial, reduciendo paulatinamente el más  importante espacio vital del planeta.

En este espacio, entre trópicos, han florecido grandes culturas primigenias de la historia humana, como la egipcia, la india, la azteca, la maya, la zulú, la inca, y otras no tan mencionadas pero de gran importancia antropológica.

Eran colectivos de estas culturas, muchos de ellos marginales, los que entrarían en contacto con las exuberantes selvas tropicales. En el caso particular de América, diversas familias caribes y pueblos, o comunidades, tal vez emparentados con la cultura inca y otros pueblos asentados en lo que hoy es Brasil, próximos al bosque amazónico, se aproximaron hasta su entorno, le fueron cogiendo confianza y cada vez recurrían más a él como refugio y fuente de alimentos. Desde un punto de vista estratégico y de conveniencia, ningún grupo quiso habitar más adentro de la frontera amazónica (lo mismo ocurría entre diversos animales, como el jaguar, el oso hormiguero y el perezoso, entre otros); sólo bajo determinadas circunstancias, las más de las veces por presiones de otros grupos, terminaron refugiándose en la selva, convirtiéndose en los primeros desplazados de Sudamérica.

La forzosa penetración de los aborígenes en la pluviselva implicó un proceso traumático para ellos y el complejo entorno natural, significando para esta el comienzo de un desgaste de biomasa mucho mayor que el que ocurría hasta entonces con la presencia de los otros consumidores (animales de diversas costumbres alimentarias) que ya, de hecho, venían, de tiempo atrás, concatenados con sus leyes. Los aborígenes que se refugiaron en la espesura de la selva, entre los gigantescos árboles, los matorrales y los pantanos, representaban un consumidor mucho más sistemático, con una relativa cultura agrícola y tradiciones religiosas, que de alguna manera incidiría en mayor grado que el resto de consumidores sobre lo más relevante como soporte de la gran selva: la vegetación, las aguas y el suelo.

Por su idiosincrasia y creencias ancestrales, los pueblos que inmigraron en la jungla amazónica, poseídos por creencias animistas, al sentirse bajo el avasallador entorno, terminaron postrados como súbditos de ese cálido reino de sombras, humedad, sonidos y tenues rayos de sol, haciendo uso de lo más elemental y particular para su subsistencia, mientras adoraban al árbol, al bejuco, al pantano, al coqueto rayo del sol que se asomaba entre el follaje, a la anaconda, al búho, al jaguar que los antecedió como un refugiado más, y tantas otras criaturas y fenómenos que los apabullaban, como representaciones de una deidad superior y el espíritu de sus ancestros.

Con el paso del tiempo, otros habrían de llegar bajo múltiples circunstancias, pero todos ungidos por el arrasante poder de la sociedad explotadora, apropiadora e industrialista que, paulatinamente, ha desarrollado sus consustanciales inclinaciones.

Así llegó el campesino desplazado por diversos grupos de latifundistas, para realizar la rutina truncada en la finca perdida; el aventurero en busca de riquezas; los negociantes de las maderas, los minerales, los medicamentos, y los hidrocarburos; los explotadores de tierras para monocultivos, desde la soja hasta la coca. Y todo aquello que ha representado la dinámica avasallante en las diversas etapas de la sociedad de las conquistas, el mercantilismo y la acumulación, sobre culturas diferentes y unos entornos saturados de vida y riquezas naturales.

De ese quehacer arrasante van quedando primitivos pobladores sometidos, especies de flora y fauna en vías de extinción, suelos desertizados y aguas contaminadas, en la gran pluviselva que progresivamente se extingue. – Según estimativos, al actual ritmo de depredación, a la selva amazónica le queda un poco menos de medio siglo de vida.

 

*Transcripción, con algunos cambios, de Y llegó el hombre…, en www.amazonia-vidaenpeligro.jimdo.com  del mismo autor.

 

LA ECONOMIA DEL CAPITAL

A partir de la eclosión capitalista de la burguesía europea en el siglo XVIII, con Inglaterra a la cabeza, grupos de intelectuales centraron su atención en el desarrollo de esa dinámica social, en la que veían el máximo logro de la humanidad, frenada por ideologías e instituciones de corte feudal, a pesar de importantes logros científicos, acopiados de tiempo atrás, y el descubrimiento y conquista de territorios de ultramar.

David Hume, Adam Smith, Thomas Malthus, David Ricardo, Nassau Senior, John Stuart Mill, Jeremy Bentham, entre los más conocidos, le fueron dando, en su momento, el soporte teórico al avasallante movimiento social de la explotación, la acumulación y el consumo. En ese sentido concuerdan en desdeñar las funciones de control que tenía el anacrónico Estado monárquico en lo económico (lo que de momento más les interesaba), de acuerdo a una producción artesanal y una política mercantilista. Para ellos la propiedad privada de todos los medios que generen riqueza acumulativa y la libre competencia entre individuos, eran los dos factores determinantes de un progreso sin límites.

A partir de ese marco referencial, con algunos intereses particulares en las ventajas del incipiente sistema que propugnaban, y con algunos desacuerdos formales, fueron afianzando la escuela clásica económica, o economía liberal, llamada hoy genéricamente Ciencia Económica, o simplemente Economía.

Referentes comunes, en lo esencial, como la propiedad privada de los medios de producción, principalmente; la coherencia de los factores objetivos del movimiento económico en la sustentación social; la relación lineal capital-fuerza de trabajo-recursos naturales, donde el capital es lo determinante cualitativa y cuantitativamente; la producción masiva como impulsadora del consumo social y generadora del progreso individual; además de otros referentes más concretos, denominados hoy en día variables económicas, dieron concordancia a las ideas de esos pensadores, siendo David Ricardo, entre ellos, el teórico más determinante, como consecuencia de sus análisis lógico-matemáticos expuestos en la Teoría del Valor Trabajo. Esos referentes comunes convirtieron la disciplina económica en una ciencia particular del capital.

Son Carlos Marx y Federico Engels, los dos autores sociopolíticos que abordan desde una perspectiva más integral el asunto económico, gracias a su concepción dialéctica histórico-filosófica, sustentada en los conocimientos aportados por ciencias como la biología y la antropología. Por eso en su extensa obra económico-política aparecen diversos apartes referentes al factor humano y el entorno natural, como componentes de un todo interdependiente, lo que los llevó a hacer una crítica radical del naciente capitalismo, sus métodos y objetivos, fragmentarios y dominantes. Aunque, posiblemente, en la bibliografía de Engels podemos encontrar más referencias naturalistas y antropológicas, ambos autores por razones circunstanciales y de temporalidad, se centraron en la problemática económica tal como la planteaba el momento, los magnates, sus ideólogos y el estado deplorable de miles de hombres, mujeres y niños, desarraigados y explotados, mientras el humo de las chimeneas fabriles ensombrecía las urbes y cubría los campos progresivamente deforestados.

Pero la voraz criatura ya tenía vida propia y se iba desarrollando bajo el cuidado de sus áulicos inmediatos (los economistas a su servicio), que bajo diversas circunstancias contradictorias y antagónicas, fueron creando todo un cuerpo de conceptos y teorías, sustentadas las más de las veces en la más formal de todas las ciencias: la matemática. Esto ha permitido mantener un juego de probabilidades aleatorias de dicha ciencia, dentro del marco de la concepción capitalista de la economía, que en otra perspectiva habría podido ser más amplia e integral, o, sencillamente, dialéctica.

Bajo esas directrices dominantes, en el transcurso de doscientos cincuenta años y algo más, llegamos al siglo XXI, viendo y padeciendo las subidas y bajadas de la economía (los ciclos), entre los vaivenes sociales y el paulatino agotamiento de las riquezas naturales (recursos naturales, en el discurso económico utilitarista), que los economistas identificados, o próximos, a las leyes del capital han tratado de paliar con diversas propuestas teóricas; como en el caso de la Escuela Neoclásica, subsidiaria directa de los Clásicos fundadores de la economía capitalista emergente del siglo XVIII, que le fueron dando un cariz más sofisticado a lo aportado por sus predecesores, con conceptos como el de utilidad marginal y una mayor profundización matemática. Entre sus representantes se destacan Irving Fisher, Alfred Marshall, los de las escuelas de Lausanne y Austriaca, y el renombrado John M. Keynes.

El Keynesianismo, surgido a partir de las críticas de Keynes a las teorías de sus antiguos correligionarios, en el momento en que el fantasma inflacionario (consustancial al capital) y la inestabilidad social demandaban una nueva dosis paliativa en el orden macroeconómico, referenciando dos aspectos centrales de lo que ya era una preponderante economía de mercado a gran escala: la estabilidad del mercado, condición fundamental de las utilidades y el pleno empleo, y la dinámica función de las variables monetarias en un medio interdependiente. En este momento, se nota la incapacidad de los agentes particulares, aún ayudados por la mano invisible de Mr. Smith, de resolver aspectos críticos de la dinámica capitalista, quienes tienen que recurrir al apoyo del menospreciado Estado, que, a diferencia del monárquico de la época del laissez faire, ya es elegido, en muchos casos, por la mayoría de los ciudadanos que lo consideran un referente social de gran cobertura. Así, para los keynesianos el Estado debía ampliar y dinamizar sus funciones en lo que correspondía a un mayor gasto público, creación masiva de fuentes de trabajo y el control de empresas coyunturalmente inviables para los particulares, en lo que a utilidades se refiere.

Es precisamente en la teoría de Keynes que se apoya el presidente F. D. Roosvelt para subsanar la crisis de los años treinta del siglo XX, que lleva a la más profunda depresión económica a la febril sociedad estadounidense de entre guerras. Con la aplicación del New Deal (nuevo trato), la seguridad social, el empleo, la agricultura y la industria muestran un auge impactante llegándose a generalizar en ese país lo que se ha denominado Welfare State (estado de bienestar), emergiendo como determinante de un alto incremento del consumo interno, una ingerencia mayor sobre otros Estados y territorios, y una mayor apropiación de recursos naturales (hidrocarburos, minerales, fauna y flora). Décadas más tarde esta dinámica se manifestó en un efecto inflacionario de gran magnitud, que los gobiernos siguientes trataban de contrarrestar, hasta la llegada de Ronald Reagan y su «Revolución Conservadora», que junto con la Dama de Hierro inglesa, saltaban en una pata y lanzaban campanas al viento en el momento del histórico revés de los burócratas soviéticos y la revolución socialista entre fronteras. Era la década de los ochenta, la aparición del Neoliberalismo (el mismo Liberalismo Económico reencauchado y con una visión más pragmática de las funciones y utilidades del Estado), la Economía de Libre Mercado y la teoría Monetarista.

El Monetarismo, como práctica económica estructurada teóricamente, es desarrollado en la universidad de Chicago, destacándose, entre otros, Milton Friedman como su máximo exponente. Su enfoque se centra, básicamente, en la teoría cuantitativa del dinero y el estudio del fenómeno inflacionario. Sus propugnadores ven en la economía individual y total de libre mercado el máximo logro de progreso social, así, en la práctica, bajo ciertas situaciones coyunturales, se deba acudir al apoyo estatal y los recursos públicos.

Como podemos constatar, desde su eclosión en las primeras décadas del siglo XVIII en Inglaterra y otros países europeos, el mayor esfuezo de los economistas ha sido tratar de legitimar teóricamente la práctica económica capitalista, a la vez que intentar subsanar las falencias que, con el transcurrir del tiempo, el desarrollo social, y el paulatino agotamiento de las riquezas naturales, se han ido haciendo más difíciles de controlar, al igual que el factor inflacionario que es consustancial a esa dinámica de ganancia monetaria incontrolada. Sólo en un momento altamente crítico, como en los años treinta del siglo XX, el Keynesianismo transgredió en parte las directrices economicistas intentando darle un cariz más humano al capitalismo, pero, al final, dejó un remanente inflacionario igualmente incómodo para el sistema. De esto se puede inferir que todo el tiempo se ha trabajado, se han hecho elucubraciones teóricas, dentro de un círculo vicioso, para avalar el empotramiento y el dominio de comportamientos violatorios de las más elementales leyes sociales y naturales.

Finalmente, a manera de teoría sintetizadora, el Monetarismo, que siempre ha sido un germen omnipresente en todo el devenir Capitalista, concluye, descorriendo el velo del raquítico humanitarismo de algunos clásicos y de Mr. Keynes, que la cuestión se define fundamentalmente con dinero, contante y sonante, que lo demás viene por añadidura, todo dirigido por la sombra de la trascendental mano invisible. Es el momento del clímax de la especulación en todos los órdenes de la economía puesta al servicio del capital, cuando los banqueros y los bolsistas han pasado a ser los que determinan la distribución y los precios de los alimentos (cereales y leguminosas atiborrados en silos, dispuestos para el movimiento bursátil), las condiciones laborales, educativas y de salubridad de las gentes, las políticas internas de los países, en especial los dependientes, y otros menesteres que manejan al dedillo, porque todo se reduce al libre cambio y la determinación monetaria.

Sólo cuando la especulación monetaria flaquea y las sociedades se estremecen; entonces, se habla a grandes voces de recesiones, crisis y depresiones, sin haber tenido en cuenta, en la mayoría de los casos, las crisis soterradas, ambiental y social, permanentes y en constante crecimiento, desde la eclosión capitalista en la Inglaterra monárquica del siglo XVIII, cuando se dio inicio a la depredación masiva de los diversos ecosistemas del planeta, y el sometimiento de pueblos y culturas a los intereses de dominio y acumulación de los magnates del capital.

Mas en este crucial momento de la historia, la mayor variable correlativa de la economía (en su más amplia acepción), la Naturaleza, que es referenciada sólo de manera tangencial en las diversas teorías económicas al servicio del capital y los mercados, deberá, por fuerza mayor, ser considerada como prioritaria para todo el quehacer económico de la sociedad. Vale decir, que la dinámica capitalista, por depredadora e inconveniente, debe ser superada por una práctica social ambientalista, de acuerdo con las leyes naturales de nuestro entorno vital.

 

DEJAD HACER… Y DESHACER

Cuando en los medios capitalistas ingleses y franceses de mediados del siglo XVIII los representantes del nuevo estamento burgués, pro industrialista, se sentían limitados por el conjunto de leyes y normas estatales que les impedían el libre desarrollo de una economía más dinámica y masificada, que superará los límites fronterizos y las barreras aduaneras, difundieron el eslogan laissez faire, laissez passer, acuñado por los fisiócratas franceses contra las normas conservaduristas del agotado Estado monárquico que cada día era más estorboso para la incipiente sociedad pro-latifundista e industrial. Dicho Estado, propugnador de la política mercantilista, veía en la acumulación de metales preciosos (oro y plata básicamente, obtenidos de las colonias de ultramar) y la producción manufacturera para la exportación, las bases fundamentales de la riqueza y el poder nacionales. Esto limitaba, por supuesto, a los grupos emergentes en la agricultura y la industria a gran escala, restándoles protagonismo, movilidad económica más allá de las fronteras nacionales, y frenando en gran medida su ímpetu acumulador.

Ya dentro de la dinámica del industrialismo el vetusto Estado monárquico fue cediendo terreno ante el desarrollo de los acontecimientos, tanto internos como externos: de un lado el accionar de la nueva burguesía industrial que exigía y copaba nuevos espacios económico-políticos; y la paulatina extinción de sus poderes sobre las colonias de ultramar, como en el caso de América, lo que iba determinando la reducción de sus fuentes de acopio de riquezas naturales, base importante del sistema económico mercantilista.

Con la progresiva pérdida de protagonismo del Estado en la economía, así como su transformación con el paso de los años, a medida que se conformaban las nacionalidades burguesas industrializadas, se fue afianzando la concepción ideológica liberal que ya definía al Estado como un ente básicamente gendarme: dedicado a la diplomacia, la defensa de fronteras y otros intereses nacionales, el control y la represión, y otras situaciones que no interesaba, de momento, a la creatividad e iniciativa de los individuos particulares.

De esta manera los agentes de la economía industrializada, que habían logrado reducir las iniciativas económicas del viejo Estado a su mínima expresión, se sintieron con la capacidad suficiente para imponer determinadas leyes concomitantes con la nueva situación social. Entre ellas la más dramática, por las características de crueldad a que se llegó en pro de la producción en serie y el incremento de capitales: la utilización de grandes contingentes de población desposeída.

Esta población utilizada en forma masiva e indiscriminada (hombres, mujeres, ancianos y niños) en las circunstancias anteriores al industrialismo habían vivido como campesinos y artesanos básicamente, que a pesar de las dificultades que debían afrontar por el parasitismo de los señores feudales, las enfermedades, los accidentes climáticos, entre otras, nunca habían vivido una situación tan apocalíptica como cuando fueron convertidos en ejércitos obreros de la producción masificada en grandes factorías.

La gran mayoría, campesinos desarraigados por individuos aventureros, funcionarios y feudales oportunistas, que interpretaban lógicamente las nuevas condiciones socio-económicas burguesas, con la complicidad de los decadentes Estados monárquicos, que les avalaban títulos de propiedad individual sobre tierras baldías o comunitarias, habían perdido, esos campesinos, toda opción productiva al no corresponder su cotidiano quehacer a las nuevas exigencias económicas de la naciente sociedad industrialista. De esta manera se dio inicio a los denominados cultivos industriales: cereales, lana, carnes, entre otros, bajo la modalidad del propietario o arrendatario asistido por capataces y obreros a sueldo o jornal. Para esto mucha gente sobraba, o simplemente no aceptaba esas nuevas condiciones, y terminaba aglomerada en los nacientes centros industriales, sin más recursos que sus fuerzas físicas.

La población desposeída, que veía reducidos y transformados sus espacios familiares y entorno ambiental (las más de las veces de gran calidad natural), donde todos trabajaban, tradicionalmente unidos, al ritmo que les permitían sus necesidades y capacidades, tuvo que aceptar, casi de manera repentina, someterse a exhaustivas jornadas laborales en factorías insalubres durante doce horas en promedio, donde igual laboraban hombres, mujeres y niños, que luego terminaban en viviendas de, igualmente, insalubres condiciones, para retornar al día siguiente a los centros de suplicio, como decían los inconformes que exteriorizaban sus cuitas. La alimentación, la recreación, la educación y la salubridad, entre otras necesidades básicas humanas, se destacaban por su escasez o carencia total. La anemia y la desnutrición, la disminución de las facultades mentales, las diversas infecciones propias de ambientes insalubres, se hicieron tan manifiestas que el desdeñado Estado se vio forzado a intervenir ante los liberales magnates del nuevo capital, para que le bajarán el ritmo a sus exigencias productivas y se percatarán de que esos seres, que les generaban y acrecentaban las riquezas, no eran equiparables a las máquinas. De hecho hubo quienes suavizaron las exigencias a los nuevos trabajadores, pero las condiciones de competencia y demanda (algo muy típico en la Inglaterra pionera del industrialismo capitalista) hacían que se soslayaran en determinados casos las mínimas garantías, siendo común las muertes en los sitios de trabajo, principalmente de niños que claudicaban al no poder soportar más el maltrato físico y espiritual durante las agotadoras jornadas de trabajo, prácticamente forzado. Todo ese cuadro social que pesaba sobre los hombros de los desposeídos llevó a muchos a situaciones dramáticas como la rebelión, el suicidio colectivo (de familias), el bandolerismo, la mendicidad y la prostitución.

Los capitalistas de nuevo cuño, tanto los industrialistas del campo, como los de las nuevas factorías urbanas, no solamente rompieron abruptamente las normales condiciones de vida de miles de seres humanos, sino que dieron inicio a la mayor transgresión que el hombre (principal consumidor y transformador de entornos) ha realizado de las condiciones ambientales desde los inicios de su actividad agrícola. Aunque por sus características de consumidora altamente desarrollada, la especie humana, paulatinamente, va agotando las riquezas bióticas (flora y fauna) del planeta, con mucha más celeridad que cualquier otra especie, es sólo a partir de la eclosión industrialista cuando dicha dinámica adquiere características dramáticas, por el desmedido incremento del proceso lógico-natural de agotamiento vital, que bajo otras condiciones de desarrollo (sostenible y limitado) presentaría entornos más convenientes para los seres vivos en su conjunto.

Ya afianzados los industriales, banqueros y comerciantes, desde el siglo XIX, en las diversas naciones, desarrolladas y subdesarrolladas (según los parámetros capitalistas) las leyes de la economía social, en todos sus aspectos, han sido implementadas por los ideólogos apologistas del capitalismo (desarrollistas, monetaristas, y otros afines), que a partir de los grandes centros industrializados diseñan las políticas socioeconómicas de naciones cada vez más interdependientes. Globalización y economía de mercados, son los dos productos finales de mayor alcance, gracias al gran avance de las comunicaciones, la ciencia y la tecnología.

Bajo estas circunstancias los aparatos estatales y de gobierno que, por lo menos formalmente, a partir del sufragio ciudadano habían adquirido el carácter de máxima legitimidad, a diferencia de los anteriores, han ido perdiendo consistencia administrativa de lo público (los intereses comunitarios convergentes: servicios públicos y afines), su máxima función, por la que se realizan costosas elecciones de carácter democrático en muchos países. Estos entes han terminado por convertirse en elementos manipulables de acuerdo a los vaivenes del mercado y las urgencias de los magnates del capital. Además, es notoria la alta representatividad, de dichos magnates, de manera directa o indirecta, a través de agentes involucrados con diversos grupos económicos, en los puestos claves de la dirección estatal.

Con todas las prerrogativas a su alcance, los dueños del capital deciden, las más de las veces, lo que debe ser o no, hacer o no hacer, el Estado de nuevo tipo bajo su arbitrio: básicamente como gendarme, cuidandero, relacionista, estafeta y demás funciones afines, que en un momento dado no generan atractivas ganancias (claro, cuando las cosas cambian todo es permutable); además, si las circunstancias lo exigen, ciertas y puntuales intervenciones, con recursos públicos, generalmente, del manejable Estado, son aceptables para los pragmáticos empresarios a fin de evitar el desplome de cualquiera gran entidad productiva o financiera, debido a eventuales inconsistencias en el intrincado mundo bursátil, equivocados manejos particulares o una deficiente gestión competitiva.

Los efectos de la economía capitalista y de mercados, producto del acelerado avance industrialista, intensivo al extremo, en la búsqueda de la acumulación máxima de riqueza convencional (representada condensativamente en dinero y títulos de valor) entre competidores económicos de diverso tipo, es mensurable, cuantitativa y cualitativamente, a gran escala, en todos los órdenes: sociales, bióticos y ambientales. Situaciones como el consumismo (consumo compulsivo, estimulado y dirigido, a través de los medios regularmente, de grandes volúmenes de productos de todo tipo); la degradación de bosques, selvas y aguas, para la obtención de materias primas (petróleo, minerales, maderas, etc.) básicas para la producción masiva de mercancías, además del uso indiscriminado de esos suelos para ganadería y cultivos comerciales (incluidos los narcóticos); y todo un accionar interrelacionado bajo la dinámica de los mismos agentes, herederos de aquella generación de astutos y laboriosos hombres que eclosionó en el devenir histórico de la humanidad a partir del siglo XVIII; se han ido desarrollando, tales situaciones, de manera acelerada, incontenible y acumulativa. Posiblemente aquellos no previeron las consecuencias, con el transcurrir del tiempo, de esos románticos impulsos de crecimiento capitalista mediante un industrialismo sin límites.

Dentro de la concepción capitalista de las relaciones sociales, el Estado se percibe como un híbrido maleable de acuerdo a las particulares conveniencias de los diversos magnates de la economía. Mientras las cosas funcionen, sin contratiempos, y el capital se acrecienta plácidamente, exclaman al unísono: dejadnos hacer, no intervengáis, no nos estorbéis. De ocurrir lo contrario, cuando las ganancias se degradan y el espíritu de triunfo flaquea, dicen de manera susurrante y lastimera: venid a ayudarnos, sácanos del atolladero y, de paso, asiste a esa multitud que pierde tanto como nosotros.