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EL ÚLTIMO COMPROMISO

Todos los seres vivos sobre el planeta requieren unas condiciones ambientales propicias para existir; esto es, poder desarrollarse, cohabitar y reproducirse. En Tierra, a partir de cierto período de su evolución, las condiciones ambientales han sido óptimas para la existencia de múltiples formas de vida, incluyendo la especie humana. Aunque el planeta, como todos los demás componentes cósmicos, está sometido a eventos internos y externos que en ciertos períodos pueden alterar las condiciones propicias para la existencia de seres vivos: terremotos, vulcanismo, cambios climáticos, meteoros, cometas.  Un caso relevante ocurrió con la extinción de los dinosaurios, que durante los periodos jurásico y cretásico dominaron extensas superficies boscosas hasta cuando, posiblemente, el impacto de un gran asteroide contra el planeta alteró las condiciones ambientales favorables para su existencia.

Bajo esas circunstancias, de condiciones favorables y eventos fortuitos, las diversas formas de vida se encuentran dentro de determinados parámetros de auge, relativa estabilidad y desarrollo, disminución y marchitamiento. Esto hace parte de la relación energía-materia, donde la radiación solar juega un papel determinante junto al consumo que hacen los animales en forma progresiva de diversos elementos bióticos, principalmente los vegetales, los grandes soportes de los demás seres vivos en el planeta.

En este sentido el hombre, como animal complejo y altamente desarrollado, tiene una altísima cuota de responsabilidad por la permanencia de las condiciones indispensables de vida de las diversas especies, y su prolongación a través del tiempo, dentro de los parámetros permitidos en Tierra. De hecho desde el inicio de la agricultura y la ganadería, en el periodo neolítico (nueva edad de piedra), al superar sus prácticas de cazador-recolector para sobrevivir, realiza la primera gran transformación de considerables áreas naturales (bosques y praderas) al convertirlas en espacios adecuados a sus propósitos de cultivos y cría de animales. Este procedimiento, junto a un manejo más sistemático del fuego, fue deslindando de manera más preponderante su incidencia sobre el medio ambiente, con relación a las otras especies consumidoras de recursos (simios, hervíboros, depredadores, etc). Paulatinamente, con su evolución y desarrollo cultural, tal incidencia ha sido notoria por su carácter transgresor y cuasidominante de las diferentes especies y entornos en su totalidad.

Es, precisamente, con la eclosión industrialista a mediados del siglo XVIII, inicialmente en Inglaterra, para luego desarrollarse en gran medida en otros países como Francia y Alemania y continuar en el norte de América, Australia, etc., y el afán de lucro individual, como se dio inicio al punto crítico de consumación y degradación de muchos recursos naturales no renovables, de características finitas y fundamentales para la vida. Para ello se mancilló (proceder sustentado en la ideología liberal individualista) la dignidad natural de múltiples pueblos y culturas, incluyendo los coterráneos; y se inició de manera irresponsable y desmedida la tala de bosques, en primer lugar, para luego pasar al uso masivo de combustibles fósiles (carbón y petróleo) que sin detenerse, minuto a minuto, han alimentado las industrias transformadoras y productoras de infinidad de productos para un consumo masivo, dirigido y estratégico, de acuerdo a las proyecciones de quienes rigen, de manera directa o indirecta, los destinos de los pueblos, las más de las veces los magnates del capital.

A estas alturas, del devenir histórico de la humanidad, cuando toda la superficie de la madre Tierra se encuentra saturado del hollín, arrojado por las chimeneas de las factorías diseminadas en todo el planeta, por los escapes de la inmensa cantidad de estufas móviles (transportes de todo tipo movidos por motores de combustión interna); a estas alturas, comenzando el siglo XXI, cuando el Polo Norte avanza en su descongelamiento acelerado (al actual ritmo de degradación ambiental, según informes científicos, se calcula que en veinte años la gran masa de hielo ya no existirá); a estas alturas, cuando los grandes cerros nevados de los Andes y otras cordilleras, que dan origen a muchos ríos y otras fuentes de agua como el Amazonas, pierden alrededor de 20 metros anuales de capa gélida; a estas alturas, cuando de los primitivos bosques africanos queda muy poco y hay regiones que van para el medio siglo sin percibir una sola gota de lluvia (la extensa franja del Sahel, desde el Atlántico hasta el oceano Indico); a estas alturas de la vida, del apogeo del industrialismo sin límites, cuando la selva Amazónica, la más grande fuente del oxígeno que nos ha permitido la vida, al igual que a otras especies, muestra tal grado de degradación que sus posibilidades de reducida existencia se calculan en medio siglo, al ritmo de producción y consumo que vamos; a estas alturas de la vida, cuando ya hemos liquidado la cuarta parte de las diversas especies de fauna y flora, de la tierra, los mares, los lagos y los ríos …; y la relación puede continuar. A estas alturas, quizás como un acto simbólico de amor a la vida, es sencillamente elemental que la sociedad en su conjunto tome medidas reflexivas, sin depender tanto de los políticos profesionales (gobernantes y otros), cuyas capacidades histriónicas de prestidigitadores les han servido, en su mayoría, para manejar a los pueblos y satisfacer particulares intereses, bajo  falaces premisas de desarrollo y progreso.

 

DEJAD HACER… Y DESHACER

Cuando en los medios capitalistas ingleses y franceses de mediados del siglo XVIII los representantes del nuevo estamento burgués, pro industrialista, se sentían limitados por el conjunto de leyes y normas estatales que les impedían el libre desarrollo de una economía más dinámica y masificada, que superará los límites fronterizos y las barreras aduaneras, difundieron el eslogan laissez faire, laissez passer, acuñado por los fisiócratas franceses contra las normas conservaduristas del agotado Estado monárquico que cada día era más estorboso para la incipiente sociedad pro-latifundista e industrial. Dicho Estado, propugnador de la política mercantilista, veía en la acumulación de metales preciosos (oro y plata básicamente, obtenidos de las colonias de ultramar) y la producción manufacturera para la exportación, las bases fundamentales de la riqueza y el poder nacionales. Esto limitaba, por supuesto, a los grupos emergentes en la agricultura y la industria a gran escala, restándoles protagonismo, movilidad económica más allá de las fronteras nacionales, y frenando en gran medida su ímpetu acumulador.

Ya dentro de la dinámica del industrialismo el vetusto Estado monárquico fue cediendo terreno ante el desarrollo de los acontecimientos, tanto internos como externos: de un lado el accionar de la nueva burguesía industrial que exigía y copaba nuevos espacios económico-políticos; y la paulatina extinción de sus poderes sobre las colonias de ultramar, como en el caso de América, lo que iba determinando la reducción de sus fuentes de acopio de riquezas naturales, base importante del sistema económico mercantilista.

Con la progresiva pérdida de protagonismo del Estado en la economía, así como su transformación con el paso de los años, a medida que se conformaban las nacionalidades burguesas industrializadas, se fue afianzando la concepción ideológica liberal que ya definía al Estado como un ente básicamente gendarme: dedicado a la diplomacia, la defensa de fronteras y otros intereses nacionales, el control y la represión, y otras situaciones que no interesaba, de momento, a la creatividad e iniciativa de los individuos particulares.

De esta manera los agentes de la economía industrializada, que habían logrado reducir las iniciativas económicas del viejo Estado a su mínima expresión, se sintieron con la capacidad suficiente para imponer determinadas leyes concomitantes con la nueva situación social. Entre ellas la más dramática, por las características de crueldad a que se llegó en pro de la producción en serie y el incremento de capitales: la utilización de grandes contingentes de población desposeída.

Esta población utilizada en forma masiva e indiscriminada (hombres, mujeres, ancianos y niños) en las circunstancias anteriores al industrialismo habían vivido como campesinos y artesanos básicamente, que a pesar de las dificultades que debían afrontar por el parasitismo de los señores feudales, las enfermedades, los accidentes climáticos, entre otras, nunca habían vivido una situación tan apocalíptica como cuando fueron convertidos en ejércitos obreros de la producción masificada en grandes factorías.

La gran mayoría, campesinos desarraigados por individuos aventureros, funcionarios y feudales oportunistas, que interpretaban lógicamente las nuevas condiciones socio-económicas burguesas, con la complicidad de los decadentes Estados monárquicos, que les avalaban títulos de propiedad individual sobre tierras baldías o comunitarias, habían perdido, esos campesinos, toda opción productiva al no corresponder su cotidiano quehacer a las nuevas exigencias económicas de la naciente sociedad industrialista. De esta manera se dio inicio a los denominados cultivos industriales: cereales, lana, carnes, entre otros, bajo la modalidad del propietario o arrendatario asistido por capataces y obreros a sueldo o jornal. Para esto mucha gente sobraba, o simplemente no aceptaba esas nuevas condiciones, y terminaba aglomerada en los nacientes centros industriales, sin más recursos que sus fuerzas físicas.

La población desposeída, que veía reducidos y transformados sus espacios familiares y entorno ambiental (las más de las veces de gran calidad natural), donde todos trabajaban, tradicionalmente unidos, al ritmo que les permitían sus necesidades y capacidades, tuvo que aceptar, casi de manera repentina, someterse a exhaustivas jornadas laborales en factorías insalubres durante doce horas en promedio, donde igual laboraban hombres, mujeres y niños, que luego terminaban en viviendas de, igualmente, insalubres condiciones, para retornar al día siguiente a los centros de suplicio, como decían los inconformes que exteriorizaban sus cuitas. La alimentación, la recreación, la educación y la salubridad, entre otras necesidades básicas humanas, se destacaban por su escasez o carencia total. La anemia y la desnutrición, la disminución de las facultades mentales, las diversas infecciones propias de ambientes insalubres, se hicieron tan manifiestas que el desdeñado Estado se vio forzado a intervenir ante los liberales magnates del nuevo capital, para que le bajarán el ritmo a sus exigencias productivas y se percatarán de que esos seres, que les generaban y acrecentaban las riquezas, no eran equiparables a las máquinas. De hecho hubo quienes suavizaron las exigencias a los nuevos trabajadores, pero las condiciones de competencia y demanda (algo muy típico en la Inglaterra pionera del industrialismo capitalista) hacían que se soslayaran en determinados casos las mínimas garantías, siendo común las muertes en los sitios de trabajo, principalmente de niños que claudicaban al no poder soportar más el maltrato físico y espiritual durante las agotadoras jornadas de trabajo, prácticamente forzado. Todo ese cuadro social que pesaba sobre los hombros de los desposeídos llevó a muchos a situaciones dramáticas como la rebelión, el suicidio colectivo (de familias), el bandolerismo, la mendicidad y la prostitución.

Los capitalistas de nuevo cuño, tanto los industrialistas del campo, como los de las nuevas factorías urbanas, no solamente rompieron abruptamente las normales condiciones de vida de miles de seres humanos, sino que dieron inicio a la mayor transgresión que el hombre (principal consumidor y transformador de entornos) ha realizado de las condiciones ambientales desde los inicios de su actividad agrícola. Aunque por sus características de consumidora altamente desarrollada, la especie humana, paulatinamente, va agotando las riquezas bióticas (flora y fauna) del planeta, con mucha más celeridad que cualquier otra especie, es sólo a partir de la eclosión industrialista cuando dicha dinámica adquiere características dramáticas, por el desmedido incremento del proceso lógico-natural de agotamiento vital, que bajo otras condiciones de desarrollo (sostenible y limitado) presentaría entornos más convenientes para los seres vivos en su conjunto.

Ya afianzados los industriales, banqueros y comerciantes, desde el siglo XIX, en las diversas naciones, desarrolladas y subdesarrolladas (según los parámetros capitalistas) las leyes de la economía social, en todos sus aspectos, han sido implementadas por los ideólogos apologistas del capitalismo (desarrollistas, monetaristas, y otros afines), que a partir de los grandes centros industrializados diseñan las políticas socioeconómicas de naciones cada vez más interdependientes. Globalización y economía de mercados, son los dos productos finales de mayor alcance, gracias al gran avance de las comunicaciones, la ciencia y la tecnología.

Bajo estas circunstancias los aparatos estatales y de gobierno que, por lo menos formalmente, a partir del sufragio ciudadano habían adquirido el carácter de máxima legitimidad, a diferencia de los anteriores, han ido perdiendo consistencia administrativa de lo público (los intereses comunitarios convergentes: servicios públicos y afines), su máxima función, por la que se realizan costosas elecciones de carácter democrático en muchos países. Estos entes han terminado por convertirse en elementos manipulables de acuerdo a los vaivenes del mercado y las urgencias de los magnates del capital. Además, es notoria la alta representatividad, de dichos magnates, de manera directa o indirecta, a través de agentes involucrados con diversos grupos económicos, en los puestos claves de la dirección estatal.

Con todas las prerrogativas a su alcance, los dueños del capital deciden, las más de las veces, lo que debe ser o no, hacer o no hacer, el Estado de nuevo tipo bajo su arbitrio: básicamente como gendarme, cuidandero, relacionista, estafeta y demás funciones afines, que en un momento dado no generan atractivas ganancias (claro, cuando las cosas cambian todo es permutable); además, si las circunstancias lo exigen, ciertas y puntuales intervenciones, con recursos públicos, generalmente, del manejable Estado, son aceptables para los pragmáticos empresarios a fin de evitar el desplome de cualquiera gran entidad productiva o financiera, debido a eventuales inconsistencias en el intrincado mundo bursátil, equivocados manejos particulares o una deficiente gestión competitiva.

Los efectos de la economía capitalista y de mercados, producto del acelerado avance industrialista, intensivo al extremo, en la búsqueda de la acumulación máxima de riqueza convencional (representada condensativamente en dinero y títulos de valor) entre competidores económicos de diverso tipo, es mensurable, cuantitativa y cualitativamente, a gran escala, en todos los órdenes: sociales, bióticos y ambientales. Situaciones como el consumismo (consumo compulsivo, estimulado y dirigido, a través de los medios regularmente, de grandes volúmenes de productos de todo tipo); la degradación de bosques, selvas y aguas, para la obtención de materias primas (petróleo, minerales, maderas, etc.) básicas para la producción masiva de mercancías, además del uso indiscriminado de esos suelos para ganadería y cultivos comerciales (incluidos los narcóticos); y todo un accionar interrelacionado bajo la dinámica de los mismos agentes, herederos de aquella generación de astutos y laboriosos hombres que eclosionó en el devenir histórico de la humanidad a partir del siglo XVIII; se han ido desarrollando, tales situaciones, de manera acelerada, incontenible y acumulativa. Posiblemente aquellos no previeron las consecuencias, con el transcurrir del tiempo, de esos románticos impulsos de crecimiento capitalista mediante un industrialismo sin límites.

Dentro de la concepción capitalista de las relaciones sociales, el Estado se percibe como un híbrido maleable de acuerdo a las particulares conveniencias de los diversos magnates de la economía. Mientras las cosas funcionen, sin contratiempos, y el capital se acrecienta plácidamente, exclaman al unísono: dejadnos hacer, no intervengáis, no nos estorbéis. De ocurrir lo contrario, cuando las ganancias se degradan y el espíritu de triunfo flaquea, dicen de manera susurrante y lastimera: venid a ayudarnos, sácanos del atolladero y, de paso, asiste a esa multitud que pierde tanto como nosotros.